17 julio 2007

El vendedor de regaliz

Lo he visto sentado, en cuclillas, en una esquina. Ya no recuerdo si aquella era la esquina en la que solía verlo. Sobre la caja de fruta vuelta del revés, el manojo de ramas de regaliz envueltas en papel de periódico ha reavivado realidades en tiempo pasado.

Su pelo, lacio y largo, y su semblante, tranquilo y ausente, irradiaban inevitables el atractivo del desamparo. Siempre adoré al vendedor de regaliz, no tanto por la mercancía como por su generosa media sonrisa y sus guiños descuidados. Mi abuelo, del que yo era capricho favorito, me compró hace un puñado de lustros mi primera rama de regaliz. Y es que nunca supo resistirse a mi inequívoca mirada de deseo compulsivo.

Hoy el vendedor de regaliz ha traído a mi abuelo de vuelta. Y mi abuelo me ha devuelto la sorprendente alegría de una escuálida ramita de regaliz regalada. Hoy he conseguido abrir los ojos. Aunque ahora escuezan por las lágrimas mal enjuagadas.

05 julio 2007

En la derivada de una función desconocida


Tras la estela de los tres ciclistas que cruzaban por delante del morro de mi coche anclado en un cada vez menos novedoso atasco, los pensamientos vagabundeaban hacia la conciencia del cambio que se ha urdido en esta ciudad en unos pocos meses.

Lo que fueron viejas avenidas transitadas con fluidez por vehículos y peatones, son ahora trayectos obstaculizados por vallas amarillas y variopintas señales. La falta de costumbre de los residentes habituales amalgamada con la inexperiencia de los recién llegados se cocina en una estrambótica sartén de teflón rayado para crear recetas de digestión incierta. Todo a mi alrededor parece haber cambiado. La cálida e inamovible sensación de hogar -y es que todos necesitamos un lugar al que llamar casa- ha sido sustituida por un inquietante vaivén de visita.

Quizá esta súbita zozobra que se ha ido apoderando con sigilo de mi pensar sea la que ha desencadenado el suceder de los momentos que me han llevado hasta el punto en el que me encuentro: medito una posibilidad que cambiaría la identidad del que me paga a fin de mes.
Pongo pesas en una balanza imaginaria por ver si algún movimiento rompe el equilibrio que mantiene sus brazos en cruz. Aunque es un ejercicio difícil, ya que en este escenario inventado ni está marcado el peso en el lateral de las pesas ni rige gravedad matemática.

Existen incontables razonamientos para prolongar el juego de manera indefinida. Sin embargo, hay uno que es capaz de liberar la inexistente tensión ipso facto: ¿Te apetece? Pues mira, hoy estoy de que sí. A lo mejor, después de todo, esto es precisamente lo que me apetece.

03 julio 2007

Tiempo de reacción

La medida de la vida es una preocupación intrínseca a la cualidad de vivir. En Seasons of Love, de Rent, el anhelo de amar es el que marca el paso de las estaciones. En Forbes la calidad vital se cuantifica en dólares. En algunas páginas web se clasifica la valía de una existencia en función de la popularidad del que existe. En el Libro Guiness de los Records, la vida aparece catalogada de acuerdo a una variada colección de medidas temporales, longitudinales, fisiológicas...

Si omito la validez de estas escalas aceptadas por la mayoría, me da por pensar que cada cual valora y se valora según lo más urgente (si bien lo más urgente no suele ser lo más importante, según Fito). Ante la urgencia, por su naturaleza imprevisible y advenediza, la única respuesta humana es la reacción. Por lo que en un mundo atestado de urgencias incontrolables el tiempo de reacción es la más valiosa de las aptitudes.

¿Seremos, en realidad, atletas esperando al sonido de un disparo? ¿Qué es lo que ocurre cuando a ese disparo le siguen detonaciones en espacios inalcanzables? ¿Será la vida un estado de alerta permanente?

Estas preguntas, portátil en el regazo y almohada entre los brazos, amohínan mi ánimo cuando la lucidez se adormece. Con curvas rematadas en puntos la conciencia desvanece una existencia que no soy capaz de alcanzar. Y así, sabiendo mucho menos que cuando me levanté, vuelvo a dormirme de nuevo.