Vida con color de febrero
Fue un febrero aciago, marcado con dos tétricos crespones: uno el siete y otro el veintisiete. Fue uno de esos febreros que hacen que los demás febreros ya nunca sean un mes como cualquier otro. De esos que se disfrazan con un carnavalesco ya nada volverá a ser igual.
Ayer corría por las calles encarnando mi presencia de recuerdos a juego con la vestimenta negra, dejando escapar las zancadas al compás de un rítmico comezón del alma, cuando sentí como el interruptor cedía. Quizá por la cadencia de las notas o tal vez por la extraña lucidez que trae a la memoria la muerte.
Ocurrió que comencé a sonreír, que mis pasos se acoplaron con la música y que la carrera se convirtió en un tontorrón baile de éxtasis mal disimulado. Y entonces supe que a partir de ahora, cada febrero, acompañaré a los vivos en su inapelable nostalgia mientras dibujo carcajadas al viento.
Porque su memoria, como la mía, solo puede existir extirpada del tiempo. Porque no hay mejor manera de recordar la muerte que ejercitar sin medida la vida.